El atleta brasileño Diego Hypólito, medalla de plata en gimnasia artística en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, con varias medallas de oro en campeonatos mundiales, juegos panamericanos y sudamericanos, escribió una crónica para el sitio UOL Esporte contando la larga lucha que enfrentó antes de aceptar su homosexualidad.
Diego nació en 1986 en la ciudad de Santo André, en el ABC paulista, la región industrial del estado de San Pablo donde el expresidente Lula se convirtió en el líder sindical y político más importante del país. Hijo de un chófer de colectivos y una costurera, cuenta que fue criado en la iglesia y lleva en el brazo un tatuaje de Jesús crucificado. Por su educación religiosa, cuando comenzó a descubrir su sexualidad sólo sentía vergüenza, porque en su cabeza, ser gay era ser un demonio, una persona maldita que vive en el pecado. Cuando tenía diez años, un entrenador le dijo a su madre que tenía que cambiar su educación para que no “se volviera” gay, como si eso fuese posible, y ella se lo dijo, preocupada. Él ni sabía aún qué significaba la palabra gay, pero eso lo marcó.
Cuando empezó a entender, su mayor problema pasó a ser cómo decírselo a su familia. Eran humildes y muy religiosos. Creía que nunca lo entenderían. Ellos habían abandonado todo en su ciudad para mudarse con él y su hermana a Río de Janeiro, donde comenzó su formación deportiva, en el Club de Regatas de Flamengo. Él se sentiría culpable por llevarles ese “problema”. Porque así lo veía aún. Vivía en la soledad de no tener con quién hablar de sus dilemas, encerrado en el deporte como única válvula de escape, pero ese ambiente también lo transformaba en alguien solitario. “Por más que todo el mundo tenga la impresión de que hay muchos gays en la gimnasia, no es así”, dice. Su sueño era conseguir una medalla olímpica y haría de todo para conseguirlo, incluso esconder quién era, porque estaba convencido de que si salía del armario perdería a sus patrocinadores y su carrera sería perjudicada.
Su felicidad era la gimnasia y estaba dispuesto a aceptar que su vida personal quedara incompleta con tal de tener éxito en su carrera deportiva. Ganó muchas medallas, en diferentes competiciones, y llegó en triunfo en los Juegos Olímpicos.
Un día, un periodista deportivo le preguntó si era gay y respondió que no, pero se sintió pésimo. No le gustaba mentir, le pidió a su jefe de prensa que sacara esa pregunta de las entrevistas, y durante mucho tiempo siguió viviendo así, a escondidas. Hasta que un día, cuando se estaba preparando para el Mundial de China, en 2014, decidió hablar con su madre. Como cuando se lo había contado a su amigo en aquel cuarto compartido, no se animó a llamarla, sino que le envió un mensaje de texto.
“No soy un demonio”, argumentó, como si hiciera falta aclararlo. Ella pasó un tiempo sin responder y cuando finalmente lo hizo, no fue demasiado amigable. Eso lo alejó de su familia, le daba miedo encararlos. Pasó casi un año sin mantener contacto, hasta faltó a la cena de Navidad. Finalmente, su hermana lo bancó –y le dijo que siempre lo había sabido– y su padre reaccionó mejor que su madre, que terminó cediendo. El tiempo y un poco de terapia fueron ayudando a no sentirse más Frankenstein, o un demonio, como su educación religiosa le había enseñado.
Ahora, a los 32 años, ya no tiene más miedo, ni vergüenza, y quiere vivir plenamente, sin tener que elegir entre el deporte y su vida personal. Decidió salir del armario en un medio deportivo porque quiere ayudar a otros jóvenes atletas que quizás estén pasando por lo que él pasó antes. Porque el deporte continúa siendo uno de esos ambientes donde ser gay aún es un tabú y muchos que están comenzando sienten que, si salen del armario, pueden perder su carrera. Con todas sus medallas de oro, Diego quiere que sepan que no necesitan esconder nada. Y que pueden ser quienes son, como él pretende hacerlo, ahora, más feliz y más libre.
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